XX ANIVERSARIO EL SOL DEL MEMBRILLO

LA LUZ DEL CINE
Hace veinte años veía la luz El sol del membrillo, una película de Víctor Erice realizada “según una idea cinematográfica original” del pintor Antonio López y el director de El espíritu de la colmena (1973) y El sur (1983). Tener una idea (en cine) –diría algunos años después el filósofo Gilles Deleuze con motivo del centenario del cinematógrafo– es expresar un potencial comprometido con un modo de expresión e inseparable de este. Algo así como que tener una idea en cine, o en cualquier otro ámbito que implique al pensamiento, supone materializar esa idea en la forma de expresión que le es propia a ese ámbito. Desde este punto de vista, la de Víctor Erice y Antonio López fue, ciertamente, una idea cinematográfica, pues proponía abordar, desde la plasmación de la duración y el movimiento consustanciales a la representación cinematográfica, el problema de la suspensión de la temporalidad inherente a la pintura. Mirar, a través del cine, la mirada del pintor.
Durante el otoño de 1990 y la primavera de 1991 la cámara acompaña a Antonio López en la aventura de pintar el membrillero que crece en el patio de su estudio madrileño; difícilmente podría calificarse de otro modo esta experiencia en la que, ante el afán de retener para siempre en el lienzo la luz del sol otoñal que cae sobre los frutos dorados, la meticulosidad en la preparación del lugar de trabajo y la perseverancia ante las adversidades (las escasas horas del día en que la luz cae exactamente en el punto deseado, la inevitable degradación de los frutos), hasta la intervención de los fenómenos atmosféricos adquiere una dimensión dramática. Una particular lucha contra los elementos en la que se pone de manifiesto el concienzudo trabajo que subyace a la aparente naturalidad de la representación realista. La minuciosa medición de las distancias y el cálculo del desplazamiento de la luz, a lo que se añade el uso de instrumentos como la escuadra, el cobertor que guarece al árbol y al pintor en los días de lluvia o la caña que sirve para levantar las hojas y los frutos que ceden al peso de la gravedad, se conjuran aquí para desmentir la cualidad cuasifotográfica de las pinturas de Antonio López. Pero si en el desvelamiento de este proceso la película se interna en los derroteros del documental, la expresión que adopta nos impele, con fuerza decisiva, aunque casi imperceptible, al territorio de la ficción, trabajando la naturalidad con una perseverancia tan minuciosa y concienzuda como la del pintor. ¿De qué otro modo, si no, se entiende la ubicua y silenciosa presencia de la cámara, testigo y cómplice de la intimidad y las soledades de los personajes? El mecanismo solo aparece revelado al final de la cinta, cuando la propia cámara pasa a formar parte de la puesta en escena, filmando el proceso de descomposición de los membrillos caídos, captando, con la luz del cine, esa luz que el pintor persigue en su sueño.
Sonia García López